Xoán Leiceaga Baltar

POESÍA

Convento movedizo

Una nave es un cenobio, nadador sobre su ondulado valle; o un claustro,
un náufrago en las crestas incansables de la sabana endemoniada.
También un cobijo diseñado para la cruz fluida de esas danzas o
los orgasmos del aire libre en movimiento.

>

Un monje puede ser la obediencia, incluso su desparpajo, nunca el descaro
o el motín que haga estallar el peñasco del inmovilismo. Y puede ser el
encantado velo inútil tras el que pretende ocultarse; o el inquieto vicio
útil que excava el nicho de su extinción. O el hermano que acaso se
revela en indecisos abrazos de rechazo.

Otro monje puede ser joven; y nada más. Otro puede no ser tan joven y
alimentar con simple inercia a la vieja sed de impudores; y confesarse
luego, o entregarse, el que ya no ve más.

Alguno hay que pretende encarnar la estabilidad con la sorda ocultación de
su revuelo. Y no falta el hermano divergente, el que se siente confundido
de lugar y maquilla su interna y eterna fuga con fusiones desmedidas,
casi siempre bajo la indiscreción de la sonrisa.

Siempre está el que llega de la incomprensible tribu del país, extraña mezcla
esa de hacer muy bien la labor sin aspavientos de estar, en el ciclo suyo
que se reproduce: flotador en la faena y navegante solitario en su litera.

El gobierno es serenísimo prior con feudalismo de seda, con su centrípeto
orden natural y sus centrífugos repentes, y, si acaso, hacia dentro un
ligero dolor ante el abismo de un talento, declarado más teórico, y
ahogado entre tantas mareas que sin cesar bambolean el monasterio.

Encima, deambulo yo, entre mi principio y mi final, como acólito de la bitá-
cora o, simplemente, beato de mi habitáculo, o quizá extrañeza de
evidente ave de paso, disipándome cuando entiendo y manteniéndome
entre tenue sedimento o encono fatal en cuanto a aquello que no logro
traspasar, u omitir prefiero. Es que carezco de vocación y por supuesto
de magia, para eclipsarme en perfumes de sentina o en líquidas autono-
omías, y ello a pesar de las dulzuras del encierro.

Fortuna la de esta singladura, o derrota, bien enclaustrado en la masculina
piel de acero de los nudos que navegan.

Volver